lunes, 26 de marzo de 2007

Opúsculo para un Silencio Llorón



No sabía mucho del tiempo, que pasaba, nomás. Y un día se quedó solo, un día que fue el resto de su vida, o sea, el rato aquel. Llegó de la biblioteca y no alcanzó a sacarse los zapatos que ya estaba solo.
Una caía, más o menos en el mismo instante, de un cóndor verdecasco, y despertaba, poco después, en el útero más salado, soñando que su mamá abría las piernas y ella se chorreaba envuelta en una bolsa de plástico. Soñó su muerte, la esperanza no se bancó otra cogida. Y murió.
Una tenue idea roja fue lo primero que de ella escuchó, lo primero que ella dijo. Después, la reunión se disipó entre aplausos y charlatanerías, y sólo esa idea roja se le atrevió al olvido. Cuando le invitó el café, ya llevaba horas hablándole, estaban quietitos, frente a la casa.
Si dijo que sí, fue porque quiso, no importaban la hora o la garúa. Mucho menos la garúa. Tampoco le importó revolcarse con él o aparecer en la facultad desvelada. La garúa seguía, se dio cuenta cuando se alisó el pelo, antes de entrar al aula. Esa tibia sospecha del amor le pareció demasiado cursi para las épocas que corrían, igualmente no fue a la reunión, esa noche, y al otro día llegó a la facultad desvelada, de nuevo.
Salió apurado y dejó el paraguas en la biblioteca, pero sabía que el tiempo pasaba. Cuando dobló por Defensa, le pareció que la lluvia era verde, una cuadra después, que era azul. Hoy podría jurar que aunque no llueve, llueve en rojo. Y va a garuar negro negrísimo, sin que él lo sepa.
Se encontraron en casa, mojados de lluvia y de lejanía, ella traía sus cosas en dos valijas marrones. Una gotera y una amiga no la dejaron dormir, en una especie de sueño que tenía que agarrarse de algo para no ser sólo sueño. La amiga perdida entró y salió mil veces por la gotera. Cuando él le preguntó qué te pasa, ella dijo nada, y se desilusionó de golpe dejando que la amiga se vaya por el agujerito.
Discutieron una noche y, a la mañana siguiente, él salió tempranito. Las llaves de la biblioteca fueron puestas en buenas manos. Él desayunó en el bar de la esquina, un café con tres medialunas y dos vigilantes de alto rango que le hacían preguntas.
Ella armó la valija, una sola, porque pensaba volver.

La mitad inofensiva de la biblioteca siguió funcionando, con él paradito a un costado del mostrador. Le temblaron las sonrisas, hasta que paró de sonreír. Y empezó a dibujarle mosquitas alrededor a un afiche con la cara de Marx que los soldaditos no se habían llevado por respeto a lo desconocido. Por las dudas, se dijo, y quiso templar otra sonrisa. No pudo.
Alguien había pintado una cruz negra en la puerta de casa, ella pintó la puerta de negro. Después la cruz se volvió roja, ella pintó la puerta de rojo. La puerta roja era casi un grito en esa calle, a ella le gustaba así.
La amiga, la de la gotera, no llegó.
Él descolgó el afiche de Marx.

Porque el auto tenía las luces apagadas, sospechó. El tipo le preguntó la hora y ella le respondió dos tiros. Entró al sótano con un susto y una bala casi en el mismo lugar, la bala un poquito más allá, en el brazo izquierdo.
La esperó sentado en el revoltijo, en qué estás metida, gritó. Ella acomodaba las cosas con una mano y llorando, porque no me dejás de joder, gritó. Él la zamarreó del brazo y se enchastró los dedos, qué es esto, gritó. Ella le escupió los zapatos, sangre, gritó.
Esa noche él se sentó junto a la puerta. No van a venir, escuchó. Por qué. Porque llueve.
La amiga y la gotera se la pasaron hinchando toda la madrugada.

Un avioncito de papel, una premonición, cayó a sus pies, ella lo abrió, ZURDITA. Zurda, gritó, parada delante de toda la clase, Zurdita será mi hija. Su gravidez la hacía más digna, hasta la palabra carajo, con la que terminó su defensa, sonó a poema.
Le acarició la pancita, mientras curaba su brazo, vas a tener que parar con toda esa mierda, le dijo. Vos no sos el papá, escuchó, el hombre que me cogí tenía huevos. No seas chiquilina. No seas cagón. Cuidá la boca. Tenés miedo de que me quede muda. Le apretó la herida y ella no se quejó.

Al cabo lo conocía de vista, lo había cruzado un par de veces en la calle y lo creyó presa fácil. Así fue. El pobre pelotudo entró al destacamento con el regalito para el comisario, y voló con el gordo ése hasta el techo.
La felicitaron los camaradas, la besaron los nenes solos, sus mamás ya no iban a parar rayos con las tetas, ni cosa parecida. En realidad, no por ahora.
A su turno, le dio de mamar a una piba del sur, casi muerta casi viva, que murió finalmente, pero sin hambre. Sacaba sus tetas por entre las rejas y daba vida. Cuando la panza ya no le dejó sacar los pechos cascadas, sacó sus manos como fuentes. Un día sacó su mano y no hubo a quién alimentar. Se tomó su leche, con culpa.

Redonda redondez del mundo. Se enteró de la niña por venir, de boca de terceros. Y ahí nomás, se destrabó del horizonte en el primer barco. Entró con lloros y disculpas, y un bolso sin deshacer. Ella lo perdonó y consoló y cacheteó, respectivamente. Él se quería ir a toda costa, a ella sólo un puerto la dejaba bien.
Cuadrada cuadratura del hombre. Había uno de anteojos negros, particularmente electrizante. Ese, el de los besos tiznados, el de los labios en cruz. Ella le pidió sacate los anteojos, mirame, cagón. El tipo no tenía nada que ocultar. Sos un hijo de puta. Matizó la noche ese desperdiciado olor a leche quemada.
En la casa llovía. La amiga miraba por la gotera, lo veía dormir. Parece que soñaba, pero uno nunca sabe.

Se sacudió contra las puertas cerradas. La reunión, un buchón y una puteada, se sucedieron en ella con desorden. Sin refrenar el paso, agachó la cabeza y dale. Por no ensuciar la facultad, andaba desarmada. Igualmente, se tanteó en vano la cintura. Ay, ella y sus poemas desafilados. Tres tipos le cerraron el paso en la esquina, otros tres se acercaban a sus espaldas. Vio el auto estacionado con el baúl abierto y se mareó. Juró después que esa era la boca del infierno. La llave cruz, el matafuegos, la rueda de auxilio, quiso creer en el dios de los otros, pero ahí, toda apretada, no iba a doblarse.

Se quebró. Sólo los huesos.

Ya no tomaba el tren, tampoco caminaba. Se asomaba al palier y esperaba hasta que un taxi doblará en la ochava. Para no decir es allí en la puerta roja, bajaba unas casas antes. Para no perder tiempo, andaba con las llaves en la mano. Para ahuyentar malos pensamientos, dejaba muertas las luces. Para evitarse reproches, se juraba no conocerla. Para no extrañarla, o para extrañarla y nada más, la extrañaba, tanto y tanto, que hasta creía estar haciendo algo por ella.
Jugando al ajedrez en la biblioteca recordó el afiche de Marx. Veía a los peones tan peones, yendo al muere por el rey, que empezó a reírse solo. Al teniente, que jugaba con él, le pareció brillante la tontera y se río largo rato como una hiena. Si hasta sangre coagulada en la levita parecía tener.
Él la vengó, como todo un caballero. Jaque mate.

Era violeta, la lluvia aquella, digo. Era violeta.

Porque resulta que el alma sin cuerpo es un refucilo que la luz no encierra, y resulta que un cuerpo sin alma es un capitán de navío.

Ya le había amado los pies, las manos, las orejas, la vulva hasta el alma, el pelo, un ojo, el otro, el culo espiritual, el otro, le había amado hasta las comas innecesarias al hablar, la mano en el pecho cuando pasaba frente a algún rojo, le había amado las rodillas más puras que la pureza y su boca de promesas como lanzas.
Le amó la ausencia, el muy infeliz.

Ella quería sopa con fideítos y la rascó de las paredes. Después, le pareció que en su estado con una sopita no alcanzaba y rascó un pollo. El pollito la miró y ella le rascó una madre y un padre y una aldea y un camino y. Cuando el milico aquel entró y se topó con esa escena, no pudo resistirse, tan caprichosa es la belleza, y le violó hasta los pajaritos, a la pobre dormida.

La amiga y la gotera que ella había traído consigo se rompieron esa noche. Todo un charco la despertó. Abrazada a la nena pidió que no volviese a amanecer. Sólo consiguió un día nublado.
Apenas clareó un poco, se la sacaron de los brazos y hasta los brazos. Ahí nomás, parada, escupió la placenta. Quería viajar, tomarse el próximo avión al sur, a lo hondo. Gritó con cadenas, con palos, con rayos, con penes, con fuego, gritó. Y tanto gritó, que gritó desmayada.
Se acomodó entre dos cuerpos flacos y les sintió los huesos. Mordió la bolsa para respirar y enseguida se arrepintió. Nunca creyó en él, pero creyó, por eso lo esperaba entre esos huesos, lo esperaba con la nena a upa, y olía el polvo a su alrededor para que nadie tuviera que andar buscando luego. Y la nena a upa no llegaba y ella sacudía los brazos, pero no volaba y él, tampoco.
Él entraba a casa, se sacaba los zapatos y estaba solo. Ahora sí, solo.
Los cuentos que había oído, esos, de los zurdos voladores, le sacaban una risita para despistar a los demás y una lagrimita para despistarse solo. Se sacaba los zapatos y estaba solo. Ahora. Sí solo.
Pataleó desesperada, pero un rayo la partió en dos.
No supo llegar a la costa, porque sólo un puerto la dejaba bien. Hubiese preferido morir a punta de bala en cualquier esquina, desollada en cualquier sótano, fusilada en cualquier pared. Y no. Estaba otra vez en ese útero embolsada, volviendo a putear a su mamá a los quince, yéndose de casa a los diecisiete, pariendo, hoy, a los veintidós. Hasta que el rayo. Hasta que en el útero cerró su ciclo. Y el rayo la partió en dos.
Él, sin zapatos, solo. Ahora. Solo. Sí. Vio entrar a su soledad como un trueno que abre la noche y despierta a los niños, y pensó en su nena, llegada, por venir, pensó en su nena por primera vez y se dio cuenta de que estaba nublado. Despacito subió al techo, con un poco cemento y tierra, y tapó la gotera, para que su nena ausente no se moje. Bajó del techo.
Justito empezó a llover. La casa vacía de fragancias femeninas le pareció imposible. Buscó y buscó, lo que no había buscado. Se sorprendió de no ver la lluvia por la ventana. Un calor de ausencia le secaba los pulmones.
Parado en la mesa intentó llegar a la gotera con sus uñas. Intentó abrir. Traer la tierra que había llevado. Estaba solo. Ahora. Sí.
No llegó a la amiga ni a la gotera.

Estaba. Sí. Sólo, ahora, violeta, pero ahorcado de aire.